En
poco tiempo había cundido por una parte de la provincia de Alajuela, la fama de
una imagen milagrosa de San Jerónimo, de la que se contaban cosas
extraordinarias, por no decir milagros. Los vecinos de San Pedro de la Calabaza
y de la Sabanilla se mostraban particularmente entusiastas, y la reputación del
santo llegaba ya hasta la propia capital de la provincia, donde, para decir
verdad, tropezaba con bastante escepticismo; pero no se debe olvidar que los
alajueleños, son incrédulos empedernidos. Tuvieran o no razón los conciudadanos
de Juan Santamaría en mostrar desconfianza respecto de San Jerónimo, es lo
cierto, que ya no rosario, vela de angelito ni otra fiesta alguna en que no
hallara el santo de imagen presente. Todos se disputaban la honra insigne de
hospedarlo, aunque fuese más que algunas horas, y sus frecuentes viajes eran
triunfantes, en medio de lucido acompañamiento que no le escatimaba la música,
ni los cohetes, ni las bombas.
A
primera vista la imagen no presentaba ninguna particularidad saliente. Era una
escultura tosca de madera coloreada, de poco más de un metro de altura. El
santo, vestido con hábito de raso galoneado de plata, estaba lejos de tener el
aspecto de un asceta; antes parecía uno de esos frailes barrigudos e
incontinentes que han popularizado las cromolitografías. Pero este detalle en
que sólo habían reparado algunos criticones y mal intencionados de la ciudad de
Alajuela, no afecta en nada la devoción de sus adoradores, que no se hartaban
de festejarlo ni de besarle los pies.
Las
peregrinaciones constantes de San Jerónimo acabaron por llamar la atención de
las autoridades y aun por alarmarlas; y no por causa de las manifestaciones de
fanatismo grosero que provocaba la imagen en las gentes de los campos, que en
esto siempre es mucha la tolerancia. Lo que preocupaba a las autoridades
provinciales era algo más grave, era el número creciente de escándalos y
pendencias que surgían al paso del santo, el cual iba dejando tras de sí una
huella de sangre. Festejos donde él estuviera concluía mal de seguro; a
machetazos y puñaladas casi siempre. En el juzgado del crimen se tramitaban
varias causas por homicidio; los heridos eran muchos, los contusos una legión.
El gobernador resolvió entonces cortar por lo sano, ordenado a los jefes políticos
y demás subalternos que aprehendiesen a San Jerónimo a todo trance y sin
pérdida de tiempo; pero todas las diligencias que se practicaron fueron vanas.
El Santo se hacía humo después de cada una de sus travesuras, para reaparecer
al cabo de algunos días, ya en un punto, ya en otro, cuando menos se le
esperaba. Y seguían los escándalos, las borracheras y los machetazos.
Enojados
por todo esto, el gobernador no cesaba de telegrafiar a las autoridades
subalternas para estimular su celo, y éstas ya no tenían reposo buscando a San
Jerónimo. Tal era la situación cuando Pedro Villalta, cabo del resguardo de
Hacienda, dijo una tarde al gobernador, en momento en que se preparaba a salir
a campaña con sus guardas:
-No
tenga usted cuidado, señor; yo me encargo de traerle el santito ese.
Al
oír esto, el atribulado funcionario vio los cielos abiertos y poco faltó para
que diese un abrazo a Pedro Villalta; y como el cabo era viejo y muy matrero,
aquellas misma noche anunció el gobernador en la tertulia que frecuentaba que
la captura del santo era inminente, afirmación que fue recibida con mucha
incredibilidad, provocando gran número de bromas y chascarrillos.
-El
tal san Jerónimo no existe-afirmaba el doctor Pradera-. Es una invención de los
sampedreños para ponerlos a usted a correr.
El
gobernador amoscado contestó:
-Ustedes
se reirán y dirán lo que quieran; pero desde luego les convido para que le
hagan una visita al santo en el cuartel de policía.
-Pues
yo apuesto una cena en contrario-exclamó alegremente el comandante de la plaza.
-Aceptado-dijo
el gobernador.
Mientras
la primera autoridad de la provincia daba pruebas inequívocas de la confianza
que en su habilidad tenía, Pedro Villalta y sus compañeros cabalgaban
silenciosos por la carretera de Puntarenas.
Ostensiblemente
habían tomado esta dirección al salir de Alajuela al anochecer; pero cuando
llegaron a medio camino del barrio San José, el cabo detuvo su caballo y dio la
orden de volver atrás. Los guardas, acostumbrados a esos manejos, obedecieron
sin chistar. De regreso evitaron la ciudad, siguiendo las rondas completamente
desiertas, y dando un rodeo fueron a parar al río Maravilla. Una vez del otro
lado del puente, el cabo dijo:
Después de un rato de camino, Juan Rodríguez,
, especie de Hércules, bonachón y muy candoroso, hizo una pregunta:
-Cabo, si vamos a La Sabanilla, ¿ por qué
hemos dado esta gran vuelta?
Sonaron risas; pero Villalta, que quería a
Juan Rodriguez, por bueno y valiente, le explicó con benevolencia que ese rodeo
tenía por objeto evitar que los contrabandistas pudieran ser avisados de la
llegada del resguardo, Juan, que era nuevo en el cuerpo, se sintió lleno de
admiración por la astucia de su jefe.
-Esas gentes tienen espías y amigos en todas
partes-prosiguió Villalta-, pero conmigo se friegan porque conozco todas sus
cábulas.
Esta vez pienso traerme la saca de los Arias.
Al oír este nombre los guardas aguzaron las
orejas. Los Arias eran los contrabandistas más temibles del todo el país. De
los tres hermanos, José Ramón y Antonio, no se sabía cual era peor. Todos ellos
se habían hecho famosos cometiendo fechorías inauditas y dando pruebas de un
valor temerario en sus encuentros con el resguardo y en el sinnúmero de
pendencias que suscitaban por donde iban; y había quien dijera que más de una
docena de hombres, entre guardas fiscales y otros, dormían el sueño eterno por
obra suya. A pesar de tantas atrocidades, nadie pudo nunca echarles garra y los
tres hermanos continuaban ejerciendo tranquilamente su productiva industria,
porque no sólo destilaban aguardiente en una barranca inaccesible de La
Sabanilla, sino que también metían de contrabando gran cantidad de coñac, armas
y municiones, pasando los bultos por las mismísimas barbas del resguardo del
río San Carlos.
-Quiénes son esos Arias?- volvió a interrogar
Juan Rodríguez.
-Los Arias son los peores bandidos que hay en
Costa Rica. No permita Dios que te encuentres nunca con ellos-le respondió uno
de los guardas.
-Yo no tengo miedo a nadie, replicó con
sencillez el Hércules bonachón.
-Eso me gusta, Juan-Dijo el cabo que conocía
la bravura de su subalterno-.Pero con los Arias no basta tener mucho valor y
muchas fuerzas; también hay que andarse muy listo, porque son más malos que el Pisuicas.
Entretenidos en estas pláticas llegaron a
Itiquís a eso de las nueve de la noche. El cabo, que iba de los últimos con
Juan Rodríguez, sintió los pasos de un caballo que venía dando alcance y pronto
se les puso a la par. Villalta interpeló al jinete cuya presencia se adivinaba,
porque no era posible distinguirlo, tal era la oscuridad de la noche.
-¿Hacía dónde camina, amigo?
-Voy a
La Sabanilla, ¿y ustedes?
-Nosotros vamos aquí cerca.
-¡Qué lástima! Hubiéramos podido hacer el
viaje juntos hasta la vela esta noche.
-Sí, y dicen que va a estar muy bonita…Buenas
noches, señores
-añadió el jinete adelantándose.
-Dios lo lleve con bien amigo-le contestó
Villalta.
Y cuando se hubo alejado, agregó entre
dientes: “Esta noche pescamos algo. Ese viejo zamarro de ñor Juan Carvajal, no
es la primera zorra que se pela.
Muy lucida estaba la vela de ñor Juan Carvajal, como todas las
fiestas que se celebran en su casa, porque a más de rico, era rumboso; pero
aquella noche había querido sobre el altar improvisado, lleno de cirios y
flores artificiales. Al anochecer había principiado el reventar de las bombas
en el corredor de la casa y desde fuera subían los cohetes con fuerte
resoplido, trazando en el cielo un largo surco de oro candente. Luego
traqueaban arriba con estallido seco repercutía por valles y montes,
proclamando a varias leguas en contorno la gloria de San Jerónimo y la
generosidad de su anfitrión.
Pasados los rezos, que fueron largos, comenzó
el baile con una mazurca que tocaba una música cimarrona compuesta de pistón,
clarinete y sacabuche haciendo uno de estos ruidos que no se te olvidan nunca
cuando se han oído una vez. No bailaban menos de veinte parejas en la sala, muy
adornadas con ramas de uruca y tallos de plátano en las puertas y ventanas. En
la pieza vecina, sobre una mesa cibierta de un mantel inmaculado, había gran
cantidad de galletas, rosquetes, quesadillas y pan dulce, sin contar dos
grandes azafates lenos de biscochos y empanadas. Mientras bailaban los jóvenes,
las personas mayores que habían rezado a conciencia, iban echando alguna
cosilla al estómago, con acompañamiento de café o chocolate. Muchos de los
convidados habían hecho un alarga jornada para venir desde su casa a la de ñor Juan, situada en pleno campo y a buena
distancia de todo lugar poblado, las mujeres en carreta, los hombres a caballo
o a pie.
Concluida la mazurca, ña Doninga, mujer de ñor Juan,
circuló con una bandeja llena de cigarrilos de papel blanco, poniéndose a fumar
todos los concurrentes. Enseguida empezó una extraña ceremonia.
“Señores-dijo el dueño de la casa-adoremos al
santo”. Uniendo el gesto a la palabra, se acercó a la imagen, y postrado ante
ella, le besó largamente un pie. Todos los hombres, uno tras otro, hicieron lo
mismo. Las mujeres se mostraron mucho menos entusiastas y sólo hubo cuatro o
cinco que besaban el pie del bienaventurado. A la mazurca sucedió un vals y a
éste otra mazurca, alternando las piezas de música con otras tantas adoraciones
del santo; y ¡cosa inaudita! Los hombres se iban achispando sin beber, porque
en toda la casa apenas habían tres botellas de guaro mixturado para las
mujeres.
Entre las presentes estaban más de cuatro con
muy buen palmito, pero ninguna podía rivalizar con María Carvajal, sobrina de Ñor Juan.
Muchacha más hermosa no se hubiera podido
hallar en La Sabanilla ni en San Pedro; y así vestida con su camisa escotada
llena de lentejuelas y su saya de lana azul con volantes, era una fruta agreste
y apetitosa. Todos los galanes presentes zumbaban en torno de aquel plato de
miel pero casi ninguno conseguía acercársele, porque allí estaba el novio de la
muchacha, hombre celoso y de pocas pulgas, que sólo le permitía bailar con
amigos de su confianza, guardándola para sí casi siempre. Por la cuarta vez
bailaba con ella al compás de una horrible cacofonía, en medio de la cual se
adivinaban a ratos frases de un vals de Strauss, cuando de golpe cesó la música
con un pitazo lamentable del clarinete.
-¡Alto el baile!-gritó un individuo plantado
con aire insolente en un extremo de la sala. La mano derecha empuñaba el
clarinete que acababa de arrebatar al músico estupefacto.
El recién llegado, que parecía tener unos
veintisiete años, era un mocetón alto y robusto, de cara que habría podido ser
hermosa, a no estar desfigurada, por la honda cicatriz de un tremendo
machetazo.
Los ojos de color indefinido miraban con
inquietante insolencia.
Vestía chaqueta y llevaba un pañuelo de seda
rojo anudado al cuello.
Alguien pronunció su nombre: “José Arias”, en
tanto que él, muy tranquilo, examinaba cuidadosamente a todas las mujeres. De
pronto tomó una decisión, devolvió el clarinete al músico aterrado, se fue
derecho a María Carvajal, y, sin preámbulo alguno, apartando al aturdido novio,
enlazó a la muchacha con sus brazos nervudos y
gritó:
-¡Ahora sí, música, maestro!
Los músicos no esperaron segunda orden y se
pusieron a tocar desaforadamente, a la vez que el terrible contrabandista y
María Carvajal giraban en medio de la sala, que se quedó desierta en un decir
amén.
Las mujeres se santiguaban invocando los
santos de su devoción. Los hombres, ardiendo en ira, se fueron en busca de sus
cuchillos.
La presencia de José Arias en la vela era del
todo casual; ningún habitante de aquellos contornos hubiera deseado tener en su
casa semejante huésped por muchas razones: una de ellas, porque cuando a José
Arias se le ponía entre ceja y ceja llevarse una muchacha a la grupa de su
caballo, se la llevaba que no había remedio. Aquella noche iba pasando por allí
con un compañero de aventuras, cuando
oyó la música y vio las luces de la vela. Su primera idea fue meterse en
la casa a caballo, según lo acostumbraba en estos casos; pero como no tenía
prisa, pensó luego que era mejor ir por las buenas, limitándose a bailar con la
muchacha más guapa y seguir luego su camino. Tomaba esta resolución pacífica,
dijo a su compañero que lo esperase un momento, echó pie a tierra, se quitó la
espuelas, y como no meditaba ninguna pendencia, las colgó en el pomo de la
silla junto con el largo cuchillo de cruceta que se desprendió de la cintura.
Ya se ha visto de qué manera entendía José
Arias lo de ir por las buenas. Su natural fiero y semisalvaje no admitía
ningunas formas y sólo sabía obrar a impulso de sus deseos y caprichos. De aquí
que no comprendiese bien el alcance de su acto agresivo y se sorprendiera al
ver entrar varios hombres con los cuchillos desenvainados.
-¡Ah coyotes!-gritó soltando a la muchacha
que temblaba de miedo-Ahora van a ver quién es José Arias.
Con rápida resolución de hombre que no se
acobarda, echó una mirada en torno buscando un arma con qué defenderse. No
viendo cosa mejor, se abalanzó hacia el altar y arrancó la imagen de un tirón.
San Jerónimo pesaba horriblemente, pero el
contrabandista, dotado de un vigor excepcional, lo levantó con ambas manos y
sin esperar a sus adversarios arremetió contra ellos. Esto ya no osaban
atacarlo. Sólo el novio de María Carvajal le descargó una cuchillada que cayó
como un hachazo sobre la cabeza del santo.
-¡Los guardas! ¡Los guardas!-gritaron varias
voces desde afuera.
Como por encanto se escabulleron los
agresores del contrabandista. En aquel momento penetró Juan Rodríguez, revolver
en mano; mas apenas tuvo tiempo de decir: “Dése preso”, cuando el pobre cayó
descalabrado por un formidable santazo. Con la agilidad de una gamo pasó José
Arias por entre los guardas sobrecogidos. Un minuto después galopaba saludado
por los tiros que le disparaban Villalta y su gente; y como algunos querían
perseguirlo para vengar a Juan Rodríguez, el cabo, que sabía la clase de
caballos que montaba el bandido, les dijo sentencioso:
-Es inútil por hoy, muchachos. Quedémonos
aquí, porque vale más pájaro en mano que ciento volando.
¡ Y qué pájaro tan gordo habían atrapado los
guardas! Nada menos que el inhaliable Sa Jerónimo que yacía a la vera del pobre
Juan Rodríguez, al cual sus compañeros ayudaban a levantarse. El cabo se quedó
absorto examinando el santo. De pronto dio un grito de alegría:
-¡Ya pareció el peine! ¡Ya pareció el
peine!-exclamaba a la vez que hacía mover un ingenioso mecanismo, disimulado en
un dedo del pie izquierdo de la imagen y por el cual salía un chorrito de
aguardiente clandestino. ¡ San Jerónimo sangraba guaro!
Y Pedro Villalta, más contento que si hubiese
descubierto las Américas, alzó la imagen y volviéndola a poner sobre el altar,
dijo a sus compañeros maravillosos:
-Muchachos, adoremos al santo-y para dar
ejemplo besó con devoción el pie del bienaventurado.
A la
noche siguiente, gimiendo san Jerónimo con la cabeza rota en dura prisión, el
gobernador de Alajuela y sus amigos cenaban alegremente, invitados por el
comandante de la plaza que había perdido la apuesta.
(Cuentos Ticos, Un Santo Milagroso, consultado el 15 de julio del 2016, de https://egotunos.wikispaces.com/file/view/Un+Santo+Milagroso.docx)