jueves, 4 de agosto de 2016

Conozcamos un cuento costarricense, Un Santo Milagroso



              En poco tiempo había cundido por una parte de la provincia de Alajuela, la fama de una imagen milagrosa de San Jerónimo, de la que se contaban cosas extraordinarias, por no decir milagros. Los vecinos de San Pedro de la Calabaza y de la Sabanilla se mostraban particularmente entusiastas, y la reputación del santo llegaba ya hasta la propia capital de la provincia, donde, para decir verdad, tropezaba con bastante escepticismo; pero no se debe olvidar que los alajueleños, son incrédulos empedernidos. Tuvieran o no razón los conciudadanos de Juan Santamaría en mostrar desconfianza respecto de San Jerónimo, es lo cierto, que ya no rosario, vela de angelito ni otra fiesta alguna en que no hallara el santo de imagen presente. Todos se disputaban la honra insigne de hospedarlo, aunque fuese más que algunas horas, y sus frecuentes viajes eran triunfantes, en medio de lucido acompañamiento que no le escatimaba la música, ni los cohetes, ni las bombas.
A primera vista la imagen no presentaba ninguna particularidad saliente. Era una escultura tosca de madera coloreada, de poco más de un metro de altura. El santo, vestido con hábito de raso galoneado de plata, estaba lejos de tener el aspecto de un asceta; antes parecía uno de esos frailes barrigudos e incontinentes que han popularizado las cromolitografías. Pero este detalle en que sólo habían reparado algunos criticones y mal intencionados de la ciudad de Alajuela, no afecta en nada la devoción de sus adoradores, que no se hartaban de festejarlo ni de besarle los pies.
Las peregrinaciones constantes de San Jerónimo acabaron por llamar la atención de las autoridades y aun por alarmarlas; y no por causa de las manifestaciones de fanatismo grosero que provocaba la imagen en las gentes de los campos, que en esto siempre es mucha la tolerancia. Lo que preocupaba a las autoridades provinciales era algo más grave, era el número creciente de escándalos y pendencias que surgían al paso del santo, el cual iba dejando tras de sí una huella de sangre. Festejos donde él estuviera concluía mal de seguro; a machetazos y puñaladas casi siempre. En el juzgado del crimen se tramitaban varias causas por homicidio; los heridos eran muchos, los contusos una legión. El gobernador resolvió entonces cortar por lo sano, ordenado a los jefes políticos y demás subalternos que aprehendiesen a San Jerónimo a todo trance y sin pérdida de tiempo; pero todas las diligencias que se practicaron fueron vanas. El Santo se hacía humo después de cada una de sus travesuras, para reaparecer al cabo de algunos días, ya en un punto, ya en otro, cuando menos se le esperaba. Y seguían los escándalos, las borracheras y los machetazos.
Enojados por todo esto, el gobernador no cesaba de telegrafiar a las autoridades subalternas para estimular su celo, y éstas ya no tenían reposo buscando a San Jerónimo. Tal era la situación cuando Pedro Villalta, cabo del resguardo de Hacienda, dijo una tarde al gobernador, en momento en que se preparaba a salir a campaña con sus guardas:
-No tenga usted cuidado, señor; yo me encargo de traerle el santito ese.
Al oír esto, el atribulado funcionario vio los cielos abiertos y poco faltó para que diese un abrazo a Pedro Villalta; y como el cabo era viejo y muy matrero, aquellas misma noche anunció el gobernador en la tertulia que frecuentaba que la captura del santo era inminente, afirmación que fue recibida con mucha incredibilidad, provocando gran número de bromas y chascarrillos.
-El tal san Jerónimo no existe-afirmaba el doctor Pradera-. Es una invención de los sampedreños para ponerlos a usted a correr.
El gobernador amoscado contestó:
-Ustedes se reirán y dirán lo que quieran; pero desde luego les convido para que le hagan una visita al santo en el cuartel de policía.
-Pues yo apuesto una cena en contrario-exclamó alegremente el comandante de la plaza.
-Aceptado-dijo el gobernador.
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Mientras la primera autoridad de la provincia daba pruebas inequívocas de la confianza que en su habilidad tenía, Pedro Villalta y sus compañeros cabalgaban silenciosos por la carretera de Puntarenas.
Ostensiblemente habían tomado esta dirección al salir de Alajuela al anochecer; pero cuando llegaron a medio camino del barrio San José, el cabo detuvo su caballo y dio la orden de volver atrás. Los guardas, acostumbrados a esos manejos, obedecieron sin chistar. De regreso evitaron la ciudad, siguiendo las rondas completamente desiertas, y dando un rodeo fueron a parar al río Maravilla. Una vez del otro lado del puente, el cabo dijo:
-Ahora, a La Sabanilla.

Después de un rato de camino, Juan Rodríguez, , especie de Hércules, bonachón y muy candoroso, hizo una pregunta:
-Cabo, si vamos a La Sabanilla, ¿ por qué hemos dado esta gran vuelta?
Sonaron risas; pero Villalta, que quería a Juan Rodriguez, por bueno y valiente, le explicó con benevolencia que ese rodeo tenía por objeto evitar que los contrabandistas pudieran ser avisados de la llegada del resguardo, Juan, que era nuevo en el cuerpo, se sintió lleno de admiración por la astucia de su jefe.
-Esas gentes tienen espías y amigos en todas partes-prosiguió Villalta-, pero conmigo se friegan porque conozco todas sus cábulas.
Esta vez pienso traerme la saca  de los Arias.
Al oír este nombre los guardas aguzaron las orejas. Los Arias eran los contrabandistas más temibles del todo el país. De los tres hermanos, José Ramón y Antonio, no se sabía cual era peor. Todos ellos se habían hecho famosos cometiendo fechorías inauditas y dando pruebas de un valor temerario en sus encuentros con el resguardo y en el sinnúmero de pendencias que suscitaban por donde iban; y había quien dijera que más de una docena de hombres, entre guardas fiscales y otros, dormían el sueño eterno por obra suya. A pesar de tantas atrocidades, nadie pudo nunca echarles garra y los tres hermanos continuaban ejerciendo tranquilamente su productiva industria, porque no sólo destilaban aguardiente en una barranca inaccesible de La Sabanilla, sino que también metían de contrabando gran cantidad de coñac, armas y municiones, pasando los bultos por las mismísimas barbas del resguardo del río San Carlos.
-Quiénes son esos Arias?- volvió a interrogar Juan Rodríguez.
-Los Arias son los peores bandidos que hay en Costa Rica. No permita Dios que te encuentres nunca con ellos-le respondió uno de los guardas.
-Yo no tengo miedo a nadie, replicó con sencillez el Hércules bonachón.

-Eso me gusta, Juan-Dijo el cabo que conocía la bravura de su subalterno-.Pero con los Arias no basta tener mucho valor y muchas fuerzas; también hay que andarse muy listo, porque son más malos que el Pisuicas.
Entretenidos en estas pláticas llegaron a Itiquís a eso de las nueve de la noche. El cabo, que iba de los últimos con Juan Rodríguez, sintió los pasos de un caballo que venía dando alcance y pronto se les puso a la par. Villalta interpeló al jinete cuya presencia se adivinaba, porque no era posible distinguirlo, tal era la oscuridad de la noche.
-¿Hacía dónde camina, amigo?
 -Voy a La Sabanilla, ¿y  ustedes?
-Nosotros vamos aquí cerca.
-¡Qué lástima! Hubiéramos podido hacer el viaje juntos hasta la vela esta noche.
-Sí, y dicen que va a estar muy bonita…Buenas noches, señores
-añadió el jinete adelantándose.
-Dios lo lleve con bien amigo-le contestó Villalta.
Y cuando se hubo alejado, agregó entre dientes: “Esta noche pescamos algo. Ese viejo zamarro de ñor Juan Carvajal, no es la primera zorra que se pela.
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Muy lucida estaba la vela de ñor Juan Carvajal, como todas las fiestas que se celebran en su casa, porque a más de rico, era rumboso; pero aquella noche había querido sobre el altar improvisado, lleno de cirios y flores artificiales. Al anochecer había principiado el reventar de las bombas en el corredor de la casa y desde fuera subían los cohetes con fuerte resoplido, trazando en el cielo un largo surco de oro candente. Luego traqueaban arriba con estallido seco repercutía por valles y montes, proclamando a varias leguas en contorno la gloria de San Jerónimo y la generosidad de su anfitrión.
Pasados los rezos, que fueron largos, comenzó el baile con una mazurca que tocaba una música cimarrona compuesta de pistón, clarinete y sacabuche haciendo uno de estos ruidos que no se te olvidan nunca cuando se han oído una vez. No bailaban menos de veinte parejas en la sala, muy adornadas con ramas de uruca y tallos de plátano en las puertas y ventanas. En la pieza vecina, sobre una mesa cibierta de un mantel inmaculado, había gran cantidad de galletas, rosquetes, quesadillas y pan dulce, sin contar dos grandes azafates lenos de biscochos y empanadas. Mientras bailaban los jóvenes, las personas mayores que habían rezado a conciencia, iban echando alguna cosilla al estómago, con acompañamiento de café o chocolate. Muchos de los convidados habían hecho un alarga jornada para venir desde su casa a la de ñor  Juan, situada en pleno campo y a buena distancia de todo lugar poblado, las mujeres en carreta, los hombres a caballo o a pie.
 Concluida la mazurca, ña Doninga, mujer de ñor Juan, circuló con una bandeja llena de cigarrilos de papel blanco, poniéndose a fumar todos los concurrentes. Enseguida empezó una extraña ceremonia.
“Señores-dijo el dueño de la casa-adoremos al santo”. Uniendo el gesto a la palabra, se acercó a la imagen, y postrado ante ella, le besó largamente un pie. Todos los hombres, uno tras otro, hicieron lo mismo. Las mujeres se mostraron mucho menos entusiastas y sólo hubo cuatro o cinco que besaban el pie del bienaventurado. A la mazurca sucedió un vals y a éste otra mazurca, alternando las piezas de música con otras tantas adoraciones del santo; y ¡cosa inaudita! Los hombres se iban achispando sin beber, porque en toda la casa apenas habían tres botellas de guaro mixturado para las mujeres.
Entre las presentes estaban más de cuatro con muy buen palmito, pero ninguna podía rivalizar con María Carvajal, sobrina de Ñor Juan.
Muchacha más hermosa no se hubiera podido hallar en La Sabanilla ni en San Pedro; y así vestida con su camisa escotada llena de lentejuelas y su saya de lana azul con volantes, era una fruta agreste y apetitosa. Todos los galanes presentes zumbaban en torno de aquel plato de miel pero casi ninguno conseguía acercársele, porque allí estaba el novio de la muchacha, hombre celoso y de pocas pulgas, que sólo le permitía bailar con amigos de su confianza, guardándola para sí casi siempre. Por la cuarta vez bailaba con ella al compás de una horrible cacofonía, en medio de la cual se adivinaban a ratos frases de un vals de Strauss, cuando de golpe cesó la música con un pitazo lamentable del clarinete.
-¡Alto el baile!-gritó un individuo plantado con aire insolente en un extremo de la sala. La mano derecha empuñaba el clarinete que acababa de arrebatar al músico estupefacto.
El recién llegado, que parecía tener unos veintisiete años, era un mocetón alto y robusto, de cara que habría podido ser hermosa, a no estar desfigurada, por la honda cicatriz de un tremendo machetazo.
Los ojos de color indefinido miraban con inquietante insolencia.
Vestía chaqueta y llevaba un pañuelo de seda rojo anudado al cuello.
Alguien pronunció su nombre: “José Arias”, en tanto que él, muy tranquilo, examinaba cuidadosamente a todas las mujeres. De pronto tomó una decisión, devolvió el clarinete al músico aterrado, se fue derecho a María Carvajal, y, sin preámbulo alguno, apartando al aturdido novio, enlazó a la muchacha con sus brazos nervudos y  gritó:
-¡Ahora sí, música, maestro!
Los músicos no esperaron segunda orden y se pusieron a tocar desaforadamente, a la vez que el terrible contrabandista y María Carvajal giraban en medio de la sala, que se quedó desierta en un decir amén.
Las mujeres se santiguaban invocando los santos de su devoción. Los hombres, ardiendo en ira, se fueron en busca de sus cuchillos.
La presencia de José Arias en la vela era del todo casual; ningún habitante de aquellos contornos hubiera deseado tener en su casa semejante huésped por muchas razones: una de ellas, porque cuando a José Arias se le ponía entre ceja y ceja llevarse una muchacha a la grupa de su caballo, se la llevaba que no había remedio. Aquella noche iba pasando por allí con un compañero de aventuras, cuando  oyó la música y vio las luces de la vela. Su primera idea fue meterse en la casa a caballo, según lo acostumbraba en estos casos; pero como no tenía prisa, pensó luego que era mejor ir por las buenas, limitándose a bailar con la muchacha más guapa y seguir luego su camino. Tomaba esta resolución pacífica, dijo a su compañero que lo esperase un momento, echó pie a tierra, se quitó la espuelas, y como no meditaba ninguna pendencia, las colgó en el pomo de la silla junto con el largo cuchillo de cruceta que se desprendió de la cintura.
Ya se ha visto de qué manera entendía José Arias lo de ir por las buenas. Su natural fiero y semisalvaje no admitía ningunas formas y sólo sabía obrar a impulso de sus deseos y caprichos. De aquí que no comprendiese bien el alcance de su acto agresivo y se sorprendiera al ver entrar varios hombres con los cuchillos desenvainados.
-¡Ah coyotes!-gritó soltando a la muchacha que temblaba de miedo-Ahora van a ver quién es José Arias.
Con rápida resolución de hombre que no se acobarda, echó una mirada en torno buscando un arma con qué defenderse. No viendo cosa mejor, se abalanzó hacia el altar y arrancó la imagen de un tirón.
San Jerónimo pesaba horriblemente, pero el contrabandista, dotado de un vigor excepcional, lo levantó con ambas manos y sin esperar a sus adversarios arremetió contra ellos. Esto ya no osaban atacarlo. Sólo el novio de María Carvajal le descargó una cuchillada que cayó como un hachazo sobre la cabeza del santo.
-¡Los guardas! ¡Los guardas!-gritaron varias voces desde afuera.
Como por encanto se escabulleron los agresores del contrabandista. En aquel momento penetró Juan Rodríguez, revolver en mano; mas apenas tuvo tiempo de decir: “Dése preso”, cuando el pobre cayó descalabrado por un formidable santazo. Con la agilidad de una gamo pasó José Arias por entre los guardas sobrecogidos. Un minuto después galopaba saludado por los tiros que le disparaban Villalta y su gente; y como algunos querían perseguirlo para vengar a Juan Rodríguez, el cabo, que sabía la clase de caballos que montaba el bandido, les dijo sentencioso:
-Es inútil por hoy, muchachos. Quedémonos aquí, porque vale más pájaro en mano que ciento volando.
¡ Y qué pájaro tan gordo habían atrapado los guardas! Nada menos que el inhaliable Sa Jerónimo que yacía a la vera del pobre Juan Rodríguez, al cual sus compañeros ayudaban a levantarse. El cabo se quedó absorto examinando el santo. De pronto dio un grito de alegría:

-¡Ya pareció el peine! ¡Ya pareció el peine!-exclamaba a la vez que hacía mover un ingenioso mecanismo, disimulado en un dedo del pie izquierdo de la imagen y por el cual salía un chorrito de aguardiente clandestino. ¡ San Jerónimo sangraba  guaro!
Y Pedro Villalta, más contento que si hubiese descubierto las Américas, alzó la imagen y volviéndola a poner sobre el altar, dijo a sus compañeros maravillosos:
-Muchachos, adoremos al santo-y para dar ejemplo besó con devoción el pie del bienaventurado.
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A  la noche siguiente, gimiendo san Jerónimo con la cabeza rota en dura prisión, el gobernador de Alajuela y sus amigos cenaban alegremente, invitados por el comandante de la plaza que había perdido la apuesta.
(Cuentos Ticos, Un Santo Milagroso, consultado el 15 de julio del 2016, de https://egotunos.wikispaces.com/file/view/Un+Santo+Milagroso.docx)

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